A Mikey le encantaba pasar la aspiradora. Tenía una aspiradora de esas de mano que le había comprado su mamá. Todos los días ayudaba a su mamá al pasar la aspiradora por toda la casa. La pasaba por la alfombra, por las cortinas, por el sofá, y hasta trataba de pasársela al gato. Un día llegó a la casa su mamá con una aspiradora nuevecita. Era grande, resplandeciente y de su mamá, no de él, le dijo su mamá. No la debía tocar. Mikey prometió obedecer. Levantó su pequeña aspiradora y empezó a pasarla por toda la casa, incluyendo el gato, pero ya no le satisfacía su pequeña aspiradora de mano. A escondidas se le acercó a la aspiradora nueva de su mamá y la encendió.
De repente arrancó la aspiradora como si estuviera endemoniada. Desapareció todo el polvo de la alfombra, de las cortinas y del sofá e incluso desapareció el gato. La aspiradora empezó a tragarse todo la casa. Se tragó la oficina con todo y lápices y plumas, la cocina con todo y utensilios, las escaleras, el pasillo y el comedor con todo y mesa. Se tragó la ducha, el lavamanos y la basura, pero no el apeste. Se tragó la cómoda, la camá, el sofá y hasta al tío de Mikey que acostado en él estaba. Se tragó al vendedor de aspiradoras que tocó a la puerta. Se tragó al vecino, a sus hijos y a su esposa. Se tragó el buzón del correo y luego la casa entera. En eso llegó la mamá de Mikey reclamándole y la aspiradora se la tragó a ella también, con un gruñido espantoso.